En
el escrito anterior (“Cultura y política, una relación olvidada”, blog,13.11.21)
sobre la relación entre cultura y política, planteaba que no es posible una
política sin una cultura que la sostenga y que otra política alternativa pasa
necesariamente por otra cultura si no se quiere caer de nuevo en el callejón
sin salida de un cambio político inconsistente al margen de un cambio cultural.
Tenemos
la experiencia de la reconstrucción de Europa como democracia tras la IIª
Guerra Mundial, o más recientemente la transición política española a la
democracia. Conocemos el alcance de
dichas transiciones políticas y su crisis actual que no solo es política sino
sistémica, global según denominaciones habituales. Conocemos también el alcance
de las respuestas populares alternativas a esta crisis, surgidas en los albores
de este nuevo siglo como las del 15 M en España, con sus nuevos partidos
políticos catalizadores de las mismas. Unas alternativas políticas que al día
de hoy confirman la disolución del potencial transformador que abanderaban,
desactivado en su incorporación a las reglas de juego político instituido. Algo
debe pasar cuando se vuelve a repetir el mismo bloqueo político. Parece un
aviso de que por ahí no vamos bien, de que la cuestión de fondo no está solo en
el orden de lo político sino en otro orden de cosas previo, más radical.
Ante todo ello y visto que con la sola transición y alternativa política parece que no basta para una transformación democrática de una sociedad, cabe preguntarse ¿para cuándo una transición cultural a la democracia?
Esta
pregunta se hace más urgente y necesaria ante el agotamiento político tradicionalmente
instituido y el ofrecido por las nuevas alternativas políticas. La posibilidad
entonces de otra política, de otra forma de pensar y realizar la política tal
vez tendría que tener en cuenta otra transición, otra mediación no tenida en
cuenta por haber sido considerada como irrelevante políticamente como es la
transición o la mediación cultural.
Una
mediación que por otro lado siempre ha estado presente consciente o
inconscientemente; a la que no se dejaba de acudir, sobre todo en los momentos
de desconcierto o bloqueo políticos, pero casi nunca tomada en serio. Una
mediación que no solo afecta a la clase política sino a toda la sociedad, a la
gente, a la ciudadanía, la que quiere hacerse presente en el espacio político y
dejar de ser espectadora o depositaria de voz en las convocatorias periódicas
electorales.
Pero
la cuestión ya no es la necesidad de la transición cultural sino que ahora, sabiendo
lo que ha dado de sí la transición política, la cuestión es de qué transición
cultural se trata. Pues ya sabemos que la cultura que ha sustentado la
transición política habida se halla en crisis o, dicho de otra manera, ha
quedado desactivada, es incapaz de generar otra forma de entender y hacer
política.
¿Qué
nos revela esta cuestión de la necesidad de la transición cultural a partir de
la experiencia de la transición política en Europa, en España? Entre otros se
puede señalar los siguientes aspectos:
1. Que una transición política a la democracia no es
posible sin una transición cultural a la democracia. En ese caso tendríamos una
democracia sin cultura democrática. Para la instauración de una democracia no
basta con una transición política.
Esto
no se suple, como sabemos por experiencia, con un mero cambio de régimen
político –sea impuesto como en Alemania por los aliados o sea pactado in
extremis como en España con el viejo régimen franquista. El nivel de
consistencia de la democracia nos lo manifiesta el espesor, el arraigo de la
cultura democrática. (¿Cómo se podría llamar a esa cultura mínima que ha
sustentado la transición a la democracia en España?).
Si
la política se sostiene en la cultura,
si el orden de lo político no es posible sin el orden de lo cultural, la
política –la democracia- es entonces asunto de la cultura.
Tras
la lucha política por la democracia queda pendiente la lucha cultural por la
democracia; tras la transición política a la democracia queda pendiente la
transición cultural a la democracia.
2. En esa transición cultural es determinante el
papel de la memoria. De qué memoria se trate dependerá la calidad y
consistencia de la democracia pretendida. Esta cuestión desborda el ámbito de
la política y entra en un terreno cultural.
Sin
la memoria cultural del nazismo no fue posible la democracia en Europa, ni la
construcción de la Europa que tenemos. Sin la memoria del franquismo no fue
posible la democracia en España.
Pero
ya podemos preguntarnos ¿de qué memoria se trataba en ambas casos?
Se
puede decir ahora, después de varias décadas de lo impensable ocurrido, que en
la reconstrucción de Europa estuvo ausente la memoria de los testigos de la
barbarie nazi, aquella que interpelaba con su: “recordar para nunca más”.
Y
en el caso de la transición española a la democracia se puede decir también que
estuvo ausente la memoria de los vencidos. Hubo la otra memoria, la de los
vencedores que saturó y ocupó todo el espacio cultural colectivo con sus
resistencias y luchas democráticas.
Pero
la dictadura franquista había logrado el vaciamiento de una posible cultura
democrática que la redujo a una irrelevancia total, dándose la paradoja de
haberse logrado un cambio político de dictadura a democracia sin haberse puesto
en cuestión radicalmente la cultura de la que se venía. De esto somos
conscientes ahora cuando la política se nos cae de las manos y no encontramos
donde mirar para sostenernos y entendernos.
Sin
memoria, sin la memoria de los perdedores en el franquismo, sin la memoria de
la barbarie del nazismo, nuestras democracias están fallidas.
Tenemos
un problema cultural en democracia: la de una democracia sin esa memoria; una
democracia desvinculada de esa cara oscura de la historia que nunca se borra
del todo y que sigue ahí para advertirnos de la amenaza de la barbarie que
siempre puede volver. Con esa cara preferimos no
confrontarnos. Una transición cultural a la democracia nos enfrenta a ello, sin
la cual es imposible avanzar democráticamente.
EM
Comentaris
Sí,calen canvis culturals de fons i, com dius,, cal acudir a la memòria i comprovar com ens ha anat a través de la història. Sense canvis culturals de fons tot ha seguit segles i segles pels mateixos camins i la societat continua fent passos cap al desastre i la destrucció sense aturar-se.
I per mi, aquest canvi cultural s'ha de basar sobretot en que ens atrevim a revisar i posar en qüestió els pilars fonamentals que aguanten la societat actual, els valors de fons que fan moure l'activitat de les persones i dels grups, el sentit de la vida, la comunitat humana... Si, per exemple, la propietat i el domini són viscuts socialment com a valors fonamentals, no trobarem mai la manera de sortir del cercle viciós en què ens trobem. I continuarem canviant cosetes per a que res no canviï de veritat.
Esa memoria de la que hablaba en el escrito puede ser una posibilidad para caer en la cuenta de dónde estamos y de cómo estamos entendiendo y valorando las cosas; al fin y al cabo, queramos o no, venimos y estamos hechos según esa lógica cultural. Para un giro cultural epocal, radical, de fundamentos es preciso percibir la crisis de ese modelo cultural, del final de etapa de esa lógica cultural imperante que se resiste a ceder el paso.
EM