La tertulia (Conte de José Jiménez Lozano)

Como ya casi no se vendía nada de lo que tenía en la tiendecilla, tendría que cerrarla, y sabía Dios cómo se arreglaría para subsistir con lo que le dieran de pensión como autónomo, que ya estaba clara la miseria de lo que les quedaba a los autónomos. Y éste era otro misterio, porque en la política todo el mundo quería ser autónomo, porque debía ganarse más, pero era al revés para los que trabajaban. No había quien entendiera las cosas.
--No, no se entiende nada, sino que nosotros vamos al pozo-- comentaron la señora Remedios y el señor Teodoro.
Cada día iban ellos a sentarse allí, en la tienda del señor Ambrosio, de ordinario por la tarde, pero también a cualquier hora, cuando el ansión de hablar y los malos pensamientos se agolpaban en ellos, y decía cada uno que no había nada mejor que una charleta, y la tiendecilla del señor Ambrosio era el lugar más a propósito, porque además éste no tenía ni que abrir ni cerrar, porque siempre estaba de guardia, y siempre les decía a los clientes, cuando al entrar allí preguntaban si le molestaban:
-- ¡Ojalá me molestasen porque esto estuviera lleno de gente! Pero está abierto en sesión continua , y poca gente viene a ver la película; hasta que ya no venga nadie.
Pero a lo primero de estas lamentaciones del señor Ambrosio sobre el porvenir, la señora Remedios argumentaba que por lo menos él había tenido unos buenos años, y algún dinero podía tener en reserva, pero ellos dos, el señor Teodoro y ella, ni eso. Ya podía ver él, el señor Ambrosio, de dónde la iban a venir a ella los dineros, que había sido una pobre lavandera, y luego asistenta de las casas del barrio, porque ya no la querían en el centro.
--Yo no me quejo --decía el señor Teodoro--. Yo sólo digo, ¿y adónde vamos? ¿De qué iba a quejarme?
Porque él, el señor Ambrosio, mal que bien, malo había de ser que no vendiera yogures o fruta, o hasta pan cuadrado que hasta un pobre de pedir de antes no lo querría porque está sin cocer, pero bien que se vendía ahora. Pero él, un apañador no tenía ya futuro, porque no sabía hacer otra cosa que arreglar cosas, y ya no quería nadie arreglar nada, sino que, si se estropeaba lo que fuera, se tiraba, y en paz. Y él había visto una vez paraguas, sombrillas, cazuelas , y sillas, que se podían haber arreglado, y hasta televisores que funcionaban, en los contenedores, y entonces se le había caído el alma a los pies. ¿Acaso se podían tratar así los enseres, que además muchas veces habían sido de los padres, y la señal tenían de sus manos? Se le añusgaba el corazón, cuando lo veía. Y entonces el señor Ambrosio contestaba que también se le iba a él el alma, cuando veía aquellos anaqueles que habían estado siempre tan llenos, y en los que ahora bailaban cuatro latas de sardinas, bonito o espárragos, y cuatro sandalias o alpargatas, y tres tabletas de chocolate, y poco más , unas botellas de aceite, de vinagre y de lejía y dos cajas de polvos de lavar , donde estaban aquellos canteros de Jabón Lagarto que la señora Remedios, aquí presente, sabía de sobra que era el mejor jabón del mundo. Pero llegaba un cliente y pedía siempre lo que no tenía, y cuando preguntaba si lo iba a recibir ¿qué se veía obligado a decir? Pues que ya no lo mandaban. Y luego tenía que ponerse cada poco tiempo a revisar las fechas de caducidad de las latas, hasta apurar la víspera misma de caducar, que ya sabían ellos que entonces era cuando les proponía que hicieran una merienda-cena, y ellos traían el pan y la fruta o un flan de huevo, y gracias a ello se iba defendiendo. Porque la verdad también era que, si se le estropeaba algo, allí estaba el señor Teodoro para componerlo, y que la señora Remedios tenía la casa del señor Ambrosio como los chorros del oro, y atendida a su mujer, que no se levantaba de la cama, como en ninguna parte lo estaría.
--Sí, señora. Ya lo sé, y bien agradecido que estoy. ¡Que ni en cuidados intensivos!, me dijo un día el médico.
Otro día, meses atrás, había tenido la idea de poner un anuncio en el periódico, pero los anuncios tenían su precio, y entonces tuvieron que ponerle entre los tres, y tres días salteados. Decía el anuncio: Los mejores precios en ultramarinos, comestibles, polvos de lavar y sandalias. Se arregla todo lo que esté roto. Se lava, se plancha y se zurce, en veinticuatro horas. Pregunten en la tienda de Ambrosio Gómez. Pero como si no lo hubieran puesto, o nadie lo hubiese leído, o no se lo creyesen lo que allí se anunciaba.Y no sabían si lo pondrían otra vez; pero si lo ponían, tenían que decir en el anuncio que la gente pidiera vez por teléfono, porque había mucha demanda.
-- ¡Je, je, je! --se rió el señor Teodoro.
Y la señora Remedios también soltó una risita , pero el señor Ambrosio dijo muy serio:
--Es que ahora se dice así. Y también lo dicen los políticos, cuando dicen lo de la demanda social o que hay mucha gente que les ha pedido esto y lo otro. ¿Ustedes han pedido algo alguna vez a un político?
--¡Jesús! Arrenuncio Satanás --dijo la señora Remedios--. ¡Allí a tirar del faldón de la camisa íbamos a ir nosotros!
--¡Je, je, je! --volvió a reir el señor Teodoro.
--Es que, cuando el mundo moderno llega --continuó diciendo aquélla-- al que le pilla debajo le parte en dos, ¡y ya está! No le salva nadie. Nos quitan los sitios y nos tenemos que desplazar. Y siempre ha sido así, creo yo.
--Sí, señora. Siempre ha sido así.
Y el señor Teodoro contó, a seguido, que sin ir más allá, su abuelo también había sido apañador, y de los mejores, porque, cuando iba pregonando por la calle: ¡El apañador! ¡Se arreglan sombrillas y paraguas!, se abrían balcones y ventanas y salían allí las mujeres con paraguas y sombrillas en las manos, que parecía que iba a haber un diluvio o un sol de justicia, aunque estuviese helando. Pero nadie sabía que había tenido que refugiarse en ser apañador , porque su oficio primero había sido el de veredero, que llevaba recados de la capital a los pueblos o viceversa, pero había llegado el teléfono, y corría más la voz que los correos y verederos, y también tuvo que cambiar de apañador a leñador, y a afilador a lo último de su vida, y luego ya a nada.
--¡Lo que son los tiempos! --concluyó.
--¡Y que no perdonan a nadie! Pero estos de ahora menos, porque son muy adelantados y de mucho reconcomio --prosiguió diciendo la señora Remedios.
Que se fijasen, por ejemplo, en don Ignacio mismo, que ahora vivía aquí todo el año. Ahora era ella, la señora Remedios la que asistía también a la casa ¿y qué querían que les dijese? Pues estrecheces de dineros era lo que ella veía, y ¡cuidado que don Ignacio había sido una torre alta!
--Millones parecía que tenía que ganar este hombre con los libros que ha escrito. Y millones tienen que valer los que tiene en su casa --dijo el señor Ambrosio.
--Yo eso no lo sé --contestó la señora Remedios.
Lo que sabía la señora Remedios por conversaciones que había oído, y por las que había tenido con la señora, don Ignacio del Río había escrito muchas historias antiguas de sucesos que a poca gente la interesaban y, en vez de ganar dinero, lo que hacía era gastarlo en publicar esos libros, y también escribía novelas de amor que no sabía ella cómo serían , pero que un día un señor de Madrid la estaba diciendo a la señora que si no podía sacarle de la cabeza a don Ignacio que estas historias de amor que escribía ya no interesaban a nadie, porque no tenían carnaza.
--Tal y como en el cocido, ya ven ustedes. Y no sé lo que querría decir, aunque me figuro que sería que escribiese diciendo las cosas de las fulanas que vemos en la tele. Pero estoy segura de que eso de la carnaza fue lo que dijo.
Y que él, el de Madrid, ya se lo había advertido, pero que su marido don Ignacio no quería dar su brazo a torcer, y no lo debió de dar, porque de los libros iba tirando , aunque no de los suyos, sino de los que tenía allí en casa e iba llevando poco a poco a vender, y siempre venía triste de haberse separado de ellos.
--Y por cuatro perras --volvía diciendo siempre por la escalera hasta que entraba en casa.
Y que no quería decir más, sino que hasta la daba a ella una comezón o algo así cuando la señora la pagaba el mes, porque de la boca se lo quitarían, que muchos días cuando ella llegaba a casa decía la señora que ya había fregado ella. Así que si decía lo que había dicho lo decía porque quién iba a decir que los tiempos también eran como eran para los libros y, ahora, según decían, ya no los leía nadie, y los compraban para guardarlos o quiés sabía para qué.
--¡Pues todo el santo día de Dios se llevan diciendo en la tele que hay que leer! --terció el señor Ambrosio.
--Por algo será, señor Ambrosio; pero eso no nos lo van a decir a nosotros --dijo la señora Remedios.
--¿Y no se lo imaginan ustedes? --preguntó el señor Teodoro--. Nos quieren entretenes como a los chicos pequeños.
Pero entonces la señora Remedios, que comenzó a sonreírse y parecía que iba a contestar, se levantó de la silla que estaba por la parte de fuera del mostrador enfrente de la butaca de paja del señor Ambrosio, por la parte de dentro, y dijo:
 --¿No oye usted, señor Ambrosio? Está llamando su mujer. Voy a ver lo que quiere. Pero, si me pregunta ¿qué la digo? ¿Que ya ha pedido usted el género extraordinario para estas fiestas navideñas, y va a traer también tebeos para los chicos?

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